“Yo, si puedo” - Andrea Druetto



Mi nombre es Andrea Druetto
Soy psicóloga y trabajadora de salud en el primer nivel de atención 
en la ciudad de Rosario, Santa Fe.
Hace más de diez años me convoca la apuesta, siempre con otros/as, de gestar y acompañar espacios grupales y colectivos en el marco de las prácticas de la atención primaria de la salud.
El escrito compartido habla de una de esas apuestas en la que nos embarcamos allá por el 2012 
con un conjunto de compañerxs y con la comunidad.
En el oeste profundo y olvidado de  la ciudad de torres gigantes y lujosas,
nació una ronda "para aprender a leer y escribir".
Hubo donaciones importantes de historias, palabras, escucha atenta y mucha ternura
que alimentaba cada semana ese encuentro.
Una experiencia que apostaba a transformar la vida de otrxs (quizás así fue)
pero de lo que no tengo duda es que transformó la mía para siempre.

“yo, si puedo”

La vieja pava desvencijada y oxidada ya está sobre el fuego. Toma unos mates bajo la sombra frondosa de aquel árbol, y sale.

Con su paso lento, casi arrastrando los pies, Ana anda bajo el sol del otoño. Hace un tiempo que no llueve; el polvo se levanta y arremete en pequeños remolinos; casi igualito que en su Chaco natal.

Camina un poco más y atravesando la cancha de fútbol, escenario predilecto donde cada tarde la pelota crea sus firuletes para que se encuentren niños, jóvenes y mujeres. El sol de la siesta en aquel lejano barrio le va entibiando su cuerpo, sus manos chuecas zurcadas de trabajo y sacrificio, su mirada oscura, casi lejana, bañada de dolores viejos. En medio del campito que oficia de cancha, se oye una voz, sutil, que apenas uno alcanzaría a escuchar. Una voz ya que la llama. Ana se detiene y espera a su vecina, y ahora compañera, Beatriz

Con el mismo paso cancino, van charlando en Qom, su lengua. El pelo largo y oscuro le cae a Beatriz sobre los hombros, al ritmo del viento, le ocultan cada tanto las arrugas que le pueblan su rostro.

De apenas unas cuadras más atrás van saliendo sus tres fieles compañeros; Antonia; dibuja expertamente sus pasos rengos en medio del revoleteo de sus perros. Custodios predilectos, amenguan la soledad de las tardes. Sus manos también callosas guardan la historia del monte, del desarraigo, del olvido.

Elsa toma su bolsa, y sale. El sol le presta brillo a su melena rubia y ondulante. Con su andar cortito y con cierta presura atraviesa el lugar en donde vive desde hace apenas unos años. Los ojos le brillan en su celeste profundo y traen de regreso alguna añoranza chamamecera de su tierra correntina. A veces su “Angaú” se le cuela cada dos palabras mientras se le escapa alguna sonrisa fresca.

Caminando va y en el encuentro con Maria, van pintando la tarde de tonadas y decires en guaraní. A Maria los ojos negros también le brillan cuando se encuentra con su compañera.

A veces cabizbaja; con su andar flaco y desprolijo, pero su mirada verde y profunda, va llegando Isabel. Sus huesos cargan el dolor y el silencio de años, pero su rostro se ilumina con el encuentro y un abrazo apretujado fuerte pareciera ser su lenguaje predilecto.

Son las tres, una a una van llegando. Ella ya tiene todo listo, el pizarrón, la tele, el dvd, y lo mejor que tiene para donar, su amor y su respeto hacia el otro. Alejandra pensó que debería haber un sentido escondido por ahí, por el cual valía la pena arriesgarse. Y se arriesgo. Su mirada serena, clara y amable, las espera cada dia con el pretexto de aprender a leer y escribir.

Garabateando una letra, y otra y otra, estas seis mujeres van escribiendo una historia distinta, de encuentro, de respeto, y de transformación. Para ellas y para nosotros también. Enseñándonos a todos, que las revoluciones por las que vale la pena seguir luchando, son estas pequeñas gestas de todos los días.

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