“yo, si puedo”
La vieja pava desvencijada y oxidada ya está sobre el fuego. Toma unos mates bajo la sombra frondosa de aquel árbol, y sale.
Con su paso lento, casi arrastrando los pies,
Ana anda bajo el sol del otoño. Hace un tiempo que no llueve; el polvo se levanta
y arremete en pequeños remolinos; casi igualito que en su Chaco natal.
Camina un poco más y atravesando la cancha de
fútbol, escenario predilecto donde cada tarde la pelota crea sus firuletes para
que se encuentren niños, jóvenes y mujeres. El sol de la siesta en aquel lejano
barrio le va entibiando su cuerpo, sus manos chuecas zurcadas de trabajo y
sacrificio, su mirada oscura, casi lejana, bañada de dolores viejos. En medio del
campito que oficia de cancha, se oye una voz, sutil, que apenas uno alcanzaría a
escuchar. Una voz ya que la llama. Ana se detiene y espera a su vecina, y ahora
compañera, Beatriz
Con el mismo paso cancino, van charlando en
Qom, su lengua. El pelo largo y oscuro le cae a Beatriz sobre los hombros, al ritmo
del viento, le ocultan cada tanto las arrugas que le pueblan su rostro.
De apenas unas cuadras más atrás van saliendo
sus tres fieles compañeros; Antonia; dibuja expertamente sus pasos rengos en medio
del revoleteo de sus perros. Custodios predilectos, amenguan la soledad de las tardes.
Sus manos también callosas guardan la historia del monte, del desarraigo, del olvido.
Elsa toma su bolsa, y sale. El sol le presta
brillo a su melena rubia y ondulante. Con su andar cortito y con cierta presura
atraviesa el lugar en donde vive desde hace apenas unos años. Los ojos le brillan
en su celeste profundo y traen de regreso alguna añoranza chamamecera de su tierra
correntina. A veces su “Angaú” se le cuela cada dos palabras mientras se le escapa
alguna sonrisa fresca.
Caminando va y en el encuentro con Maria, van
pintando la tarde de tonadas y decires en guaraní. A Maria los ojos negros también
le brillan cuando se encuentra con su compañera.
A veces cabizbaja; con su andar flaco y desprolijo,
pero su mirada verde y profunda, va llegando Isabel. Sus huesos cargan el dolor
y el silencio de años, pero su rostro se ilumina con el encuentro y un abrazo apretujado
fuerte pareciera ser su lenguaje predilecto.
Son las tres, una a una van llegando. Ella ya
tiene todo listo, el pizarrón, la tele, el dvd, y lo mejor que tiene para donar,
su amor y su respeto hacia el otro. Alejandra pensó que debería haber un sentido
escondido por ahí, por el cual valía la pena arriesgarse. Y se arriesgo. Su mirada
serena, clara y amable, las espera cada dia con el pretexto de aprender a leer y
escribir.
Garabateando una letra, y otra y otra, estas
seis mujeres van escribiendo una historia distinta, de encuentro, de respeto, y
de transformación. Para ellas y para nosotros también. Enseñándonos a todos, que
las revoluciones por las que vale la pena seguir luchando, son estas pequeñas gestas
de todos los días.
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