El reloj de la Pared de Sandra Bonillo
Por tercera vez en el día, las agujas del reloj de la pared volvieron a marcar las cinco de la tarde. Recuerdo que la primera vez que dieron las cinco, sentí que el día me había resultado muy corto y se lo comenté, como al pasar, a mi compañera. Le dije que iba a quedarme un rato más porque necesitaba terminar algunas cosas. Marisa me miró como al pasar, y siguió hablando con Liliana. Esperé unos minutos tratando de escuchar lo que decían. Respiré aliviada cuando advertí que no se habían dado cuenta del funcionamiento del reloj. En ese momento consideré que era mejor no decirles nada. A veces, supongo que como a todo el mundo, mi cabeza me juega malas pasadas. La segunda vez en el día que dieron las cinco de la tarde, me inquieté un poco, pero sólo al punto de revisarle las pilas. Todo parecía estar bien, o por lo menos, no había indicios de que a los demás, el hecho de que el reloj de la pared diera por segunda vez en el día las cinco de la tarde, les resultara, al menos, llamativo. Me levanté para servirme un café.
Nunca es rico el café de la oficina y mucho menos durante la tarde. Desde el pasillo que llevaba a la cocina pude ver algunas oficinas, pero nada diferente a lo de todos los días parecía estar pasando. Me crucé con Ariel y con Gonzalo. Casi ni me miraron, pero algo se dijeron entre risas nerviosas.
Tampoco Laura se detuvo a saludarme cuando nos cruzamos en la puerta de la cocina. Me serví el café y lo calenté unos segundos en el microondas. Lo tomé en la cocina y al volver a mi escritorio, en el reloj de la pared dieron las cinco de la tarde por tercera vez. Algunos pensamientos se agolparon en mi cabeza. Ordenarlos me tranquilizaba un poco, aunque ese estado no duraba mucho tiempo.
Cuando mis compañeros se levantaban para irse, miraban el reloj de la pared, volvían a sentarse y seguían trabajando. No necesité mirar a Sofía para saber de qué manera estaba ordenando su escritorio. Lentamente me acerqué a la ventana. A primera vista todo estaba igual que siempre. Los negocios abiertos, los colectivos llenos, la gente esperando en las esquinas a que el semáforo les permitiera cruzar.
Esforcé mi vista para tratar de ver las caras y lo que vi no me hubiera llamado la atención, si no fuera porque todos tenían la misma mirada, el mismo gesto, la misma expresión. Un mismo rostro repetido en todos los cuerpos.
Traté de que nadie, en la oficina, se diera cuenta de lo que esa imagen me había producido. Volví a mi escritorio y me senté. En la computadora, comencé a hacer lo mismo que había hecho cuando llegué. Me confundió un poco pensar en las mismas cosas que había pensado esa mañana. No estaba segura de que todos los pensamientos se repetían, pero reconocí algunos de ellos de inmediato. Comencé a anticipar las charlas de mis compañeros.
El clima, la lluvia, la llegada del verano. No hacía falta esperar las respuestas porque ya las conocía. El chico del correo entró a la oficina con paso apurado. Me acerqué a él y volvió a darme la misma correspondencia por tercera vez. Lo miré a los ojos y noté desconcierto en su mirada. Yo esperaba que me dijera algo, que me preguntara si a mí también me parecía extraño que las cosas estuvieran pasando una y otra vez, pero solo me entregó un par de sobres y se fue.
Cuando entró al ascensor me miró y su rostro se transformó en el mismo rostro de la gente que caminaba por la calle. No abrí la correspondencia porque sabía qué cosas iba a encontrar adentro de cada sobre. En ese momento, el reloj de la pared hizo un sonido extraño. Al principio no quise mirar porque esperaba que alguna otra persona lo hiciera. No quería ser yo quien tuviera que decirle a los demás lo que estaba pasando.
Esperé un rato con la cabeza gacha, disimulando las ganas de mirar, pero el sonido se volvió a escuchar con más intensidad. Sin embargo, nadie miraba hacia donde estaba el reloj. Levanté la cabeza despacio y noté que todos seguían trabajando.
Algunos susurraban entre ellos cosas que no llegaba a oír.
Pensé en decirles lo del reloj de la pared, tal vez intentando que miren por la ventana y perciban lo extraño de las personas con el rostro repetido, pero ninguno iba a oírme.
Me acerqué al reloj, sabiendo que en cualquier momento darían las cinco de la tarde otra vez. El tic tac sonaba ahora como una respiración ronca y agitada.
Mi propia respiración se confundía con el tic tac del reloj. Nadie reaccionaba a la monótona repetición del tiempo.
Fui hasta el ascensor, porque no tenía el valor para quedarme junto al reloj cuando volvieran a dar las cinco. Bajé sabiendo que no iban a darse cuenta de que yo ya no estaba.
Y ni siquiera me sorprendí cuando, en el espejo del ascensor, el reflejo de un rostro que no era el mío me miraba.
Sandra Bonillo, es psicologa , psicoanlista y escritora.



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